Abandonaba, hace ya más de un año, un Madrid infartado de quinceemes y moribundo de esperanzas. Un Madrid que asemejaba la cartografía errónea de un navegante ebrio. Una ciudad calcinada por el termómetro gris de un agosto al que amenazaban tormentas de piedra que quedaron tan sólo en chaparrones de conveniencia.
Llegué a Cochabamba, en Bolivia, con el rumbo a la deriva y los sueños en barbecho, esperanzado por vislumbrar El Dorado sin monedas de una vida que pudiese ganarse el honor de portar tal nombre. Afortunadamente, antes de abandonar la ciudad de los rascacielos de mugre y lástima de Madrid, el tenaz y certero poeta
Vicente Muñoz Álvarez me otorgaba el honor de formar parte de lo que prometía ser un volumen literario memorable. Una obra en que diversos autores otorgarían su particular homenaje (o su público agravio) a un escritor que supo (aunque no lo pretendiese) remover los cimientos de la vieja literatura para colaborar a su definitiva y necesaria demolición. De las páginas que sangrase
Louis-Ferdinand Céline, surgirían los latidos de un nuevo ritmo literario que ya, a muchos, no nos abandonaría. Claro, el citado genio había pasado, hace tiempo, a ocupar las ominosas páginas del general descrédito debido a sus veleidades nazis. Nadie es perfecto. Nadie puede asegurar qué cosa es la perfección.
Partí hacia Bolivia, por tanto, esperanzado en poder contemplar, algún día, mis balbuceos como páginas rodeados por las memorables proclamas de un nutrido grupo de genios de la literatura. Aún no ha llegado el momento pero, afortunadamente, ya está cerca.
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Encontré, en esta tierra sometida por la temperatura y el pretérito, un enrevesado vergel de contradicciones en que perderme, a gusto, durante un caudal de tiempo lúbrico y promiscuo. En Bolivia me esperaban un puñado de niños famélicos de esperanza y hambrientos de futuro. Niños que a edades en que otros, en mi tierra de origen, aún sólo saben escribir con signos en las pantallas de sus
smartphones última generación, ensucian la tinta fresca de los días limpiando zapatos, enjabonando autos o, simplemente, ofreciendo a los conductores, durante la muerte breve del semáforo en rojo, diminutos números acrobáticos orientados a lograr el favor de unas monedas. Niños que acarician la frontera de una juventud que se niega a hacer acto de presencia. Niños que aspiran desconsuelo de roídos frascos de pegamento. Niños cuyo rostro exhibe las cicatrices de la ignominia y, también, ¡ay!, el descrédito. Y a ellos no pueden acusarles, como a Céline, de filia nazi.
Al otro lado del mundo, en aquella tierra que abandoné a la deriva del egoísmo y la burla, las revoluciones latinoamericanas se glorifican o se denigran, a partes iguales. Desde allá se lanzan salvas a la muerte del Comandante
Chávez, o se celebra su deceso con descorches de cerebro y champán. Allá se hace mofa y escarnio de los rasgos indígenas del Presidente
Evo Morales, o se celebra su incansable lucha contra el imperialismo occidental. Ni unos ni otros, me temo, han pisado nunca más tierra que aquella en que se les asegura que sus zapatos no queden manchados por el barro de la Historia. Latinoamérica es, de nuevo, utilizada como entelequia con que rellenar charlas huecas que a ningún futuro conducen. Anarquistas de salón de belleza. Liberales de cartón piedra. Latinoamérica como ensayo mal escrito al que cualquiera puede corregir las líneas. Latinoamérica sumida en el descrédito de quien sólo pretende seguir absorto en la visión de su propio ombligo.
Es aquí, en Cochabamba (Bolivia), donde tengo la fortuna de estrechar la mano a
Miguel Sánchez-Ostiz, literato irrefutable y persona, a pesar de todo, de más mirar que escribir, de más callar, sonreír o torcer el gesto que de hablar para no decir nada. Miguel, que hoy sufre las torpes embestidas de aquellos a quienes sus palabras atemorizan, el descrédito de los gerifaltes de la imprenta que, por igual, edita literatura que no lo es y papel moneda que envejece los sueños. Miguel es sólo uno de los maestros de la palabra que acompañaron el viaje de Céline y me acompañan a mí en este viaje desacreditado de antemano que Vicente Muñoz Álvarez ha querido emprender con el puñado de páginas en que pretendemos rescatar de la ignominia la prosa desmedida y fulgurante del denostado autor francés. Porque sé, me consta, que no ha sido fácil para el poeta leonés, encontrar un editor dispuesto a rescatar la palabra y figura de Céline. Andan todos más ocupados buscando su propio El Dorado de billetes y ventas millonarias. Y si para ello es necesario manipular el gusto del lector o impedirle el acceso a lo que desearía leer...¡sea!
Afortunadamente, la intrincada carrera de obstáculos emprendida por Vicente junto a
Julio César Álvarez, otro genio de la palabra y el desconcierto, arriba ya a las librerías, en breve, por mucho que tantos hayan pretendido desacreditar su periplo. Los responsables de la Editorial Lupercalia han hecho acopio de eso mismo: responsabilidad, para ofrecer al lector el alimento que los mercados desean sustraerle.
En nombre del sacrosanto individuo, naufragamos en realidades ficticias, nos entregamos a egoísmos como amantes, olvidamos lo que un día fuimos y celebramos el nuevo hombre: carente de ideales, preferencias, opiniones, reflexiones, criterios propios, a mayor gloria de la vacuidad del Imperio que une con el cemento del egoísmo los últimos ladrillos de este nuevo muro con que separar a los disidentes: el descrédito.
Desacreditado Céline. Desacreditada solidaridad. Desacreditada Latinoamérica. Desacreditado Muñoz Álvarez. Desacreditado Sánchez-Ostiz. Desacreditado todo aquello que ponga en peligro nuestro viaje hacia La Nada. A todos ellos, individuos y conceptos, desde aquí, doy las gracias por comprender que aún hay quienes nos negamos a ser devorados por la pantalla de plasma de 42 pulgadas y preferimos, a pesar de todo, continuar nuestro particular viaje al fin de la noche...
...aquí comienza comienza el periplo: